Cuando ingresé a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional -de ello hace más de seis lustros- me cupo la fortuna de que mi “jefe de mesa” en el anfiteatro fuera Manuel Enrique Sánchez Sánchez, o “Sánchez al cuadrado”, como afectuosamente lo llamábamos. El ser jefe de mesa era un honor que costaba un año de la carrera, pues para llegar a tan importante posición era menester haber perdido Anatomía y encontrarse en calidad de repetidor. Por esta circunstancia Manuel Enrique, conocedor del terreno, fue el cicerone, junto con Carlos Sánchez Moncayo, del grupo de primíparos cuyo apellido comenzaba por S. De ellos aprendimos, además de resabios muy útiles, a usar el escalpelo para disecar y la glicerina fenicada para conservar durante medio año la mitad del cadáver que a cada uno nos había correspondido en suerte. En aquellas épocas emprenderlos estudios médicos era, indudablemente, un duro calvario, y la Anatomía era la pesada cruz. Ocho voluminosos tomos de Testut y Latarjet dificultaban sobremanera superar limpiamente los dos años iniciales; por eso pasar Anatomía de primera intención era un decisivo triunfo, no importa que hubiera que habilitar una o dos de las otras asignaturas. De vez en cuando nos dábamos el lujo de cerrar los libros en un fin de semana y como la usanza era estudiar de noche en uno de los tantos cafés que había en el centro de la ciudad, cualquier viernes de quincena un generoso parroquiano, en demostración de lástima y admiración por los consagrados estudiantes de Medicina, mandaba a nuestra mesa sendas de botellas de cerveza. A la euforia de unos “sifones”, de unas “bavarias” o de unos aguardientes; que era lo más barato, Manuel Enrique, con sus ocurrencias y sus flirteos poéticos, nos hacía pasar veladas “de ataque”, como dirían los jóvenes de hoy. Sus anécdotas, sus epigramas, sus chistes, sus jocosas salidas, eran para nosotros una deleitable bebida espirituosa; estoy seguro que siempre terminábamos ebrios más de risa que de alcohol. Algunos de esos instantes captados por Manuel Enrique, y compilados bajo el título un tanto irreverente de “Veinte poemas de humor y una canción universitaria”, al final todos estarán de acuerdo en que ese documento, por su valor sentimental o histórico, no podía quedar inédito, dado que con él se recuerda una época y se rememoran figuras grandes de la medicina autóctona, al igual que sencillos e ignotos personajes de la antigua Facultad de Medicina de la Universidad Nacional.