La cursilería, o cursería, como la llaman los autores de este opúsculo, los académicos y políticos españoles Francisco Silvela (1843-1905) y Santiago Linares (1842-1908), ha sido un tema recurrente en las reflexiones literarias, estéticas, teológicas y éticas más o menos desde el siglo XVIII, cuando apareció la sociedad burguesa. De ella se ocupa este Arte de distinguir a los cursis (1868) con buen sentido del humor y ligereza, con deliciosa maldad e ironía, pues es materia que se presta para ello. Más allá de las especulaciones etimológicas que contiene el presente libro, vale la pena precisar algo más sobre el origen del término cursi. Su primer registro escrito data de 1865, en un Cancionero popular del historiador y arabista malagueño Emilio lafuerte. Desde entonces muchos se han pronunciado sobre lo cursi, y todos en general coinciden en que el vocablo denota la imitación ramplona del verdadero arte, la degradación de lo bello en manos del mal gusto y la ostentación. A partir de la revolución industrial, la sociedad se va atomizando y la norma del gusto deja de estar en manos de unos círculos sociales estables para quedar atendida por especialistas en ámbitos cerrados o grupos que se arrogan la facultad para arbitrar sobre lo que es verdaderamente bello y sublime, como sería el caso del Club de los Filócalos que promueve nuestro Libro al Viento 130, Arte de distinguir a los cursis. Este Libro al Viento no se queda atrás: empieza hablando de esa relatividad que entraña la cursería para luego compilar caprichosamente los marcadores distintivos de ella. Hay que dejarse arrebatar por las emociones, por las paciones, permitirse ese riesgo, existe, pues, una vitalidad, una potente fuerza expresiva en la cursilería, un material que bien aprovechado puede convertirse en arte: sin él quizá no existirían los autores citados.